al recibir un cuerpo
que apenas era cuerpo.
Un cuerpo que tenía raíz
y que quería ser tronco
y ramaje
y savia en curso fluyente
que aprendiera a hibernar
y luego a florecer de nuevo
y más tarde
a saberse sombra
de otros cuerpos vivos.
Porque los cuerpos no nacen
para estar muertos.
La tierra tembló
como lo hace cada día
por tantos
hombres que caen.
De ella, en aquella profundidad desconocida,
al cuerpo le crecieron cabellos revoltosos
un mentón afilado y duro
una barba hirsuta
un pecho de lluvia nutriente
sabiéndose ya entraña de la vida.
Y la mirada permaneció abierta
desafiando el paisaje borroso.
Una alondra emitió su voz acusadora
y la tierra volvió a temblar.
Caída indeseada
desde allá abajo una mano oscura
arranca de la superficie al hombre bueno.
La maldad no avisa
y el hombre, incauto o prevenido,
no sabe evitar la involuntaria captura.
Atónito. La voz le quiebra
sin entender
su aguda inmersión en el silencio.
Entonces el ave, junto a él, extiende su plumaje
y se resiste a apagar el canto.
Sabe que no puede abandonarle.
Mira los ojos inmaculados del hombre
limpia el perímetro del yacente
y despliega su vuelo para salvarlo del olvido.