el hombre en la noche

el hombre en la noche

diarios oníricos


El hombre en la noche enciende una luz para sí mismo (Heráclito)



26 sept 2022

Arrullo mutuo

 


Ahí soy yo, pero no soy yo. Es el ave que muere para que yo viva.

El pájaro que fue y del que yo procedo. Todos procedéis de él y sin su vuelo no hubiera sido posible el vuestro.

Pero el ser alado no ha muerto del todo. No es presencia pero aún tampoco ausencia. Me sabe crecido y busca en mi cuerpo la cuna como yo persigo el runruneo de la tierra fértil y de las aguas que transcurren silenciosas.

¿Sientes mis frágiles latidos?, me pregunta. Déjame compartir los tuyos para que nuestros corazones hablen, para que nuestros esfuerzos se apoyen, para que nuestras ilusiones resistan. Yo, que he volado mucho más que tú, veo venir los obstáculos antes que los hombres.

La vida me está enseñando que hay muerte a cada paso, digo al pájaro. Antes era lejana. Era una palabra solamente. Una imagen que se multiplicaba en mil representaciones, a merced de los miedos. El monstruo de los monstruos al que los pintores han prestado infinidad de rostros. Y que los literatos han descrito con tantos cuerpos de palabras. Pero la muerte solo tiene una cara, la de cada individuo. Y hoy los individuos que mueren ante mis ojos se despiden con el rictus de una sonrisa apocada e irónica. Y yo les digo: ¿Habéis buscado las entrañas de la tierra? ¿Habéis pedido el socorro de las aves? 

Pero los moribundos callan no porque les falten las fuerzas sino porque ya no creen en nada. La vida se ha vivido, me dijo uno que mantenía el temple, y todo fue. 

¿Percibes aún la suavidad cálida de mi pelaje?, insiste el ave. Mientras me llega tu arrullo mermado haces que no haya perdido del todo la esencia del pájaro que yo también fui, le contesto. Nos complementamos y hacemos de los elementos que nos han permitido vivir un homenaje. Tú extiendes tus pequeñas garras al aire y yo palpo la materia visible que nos sujeta. Procedemos de una metamorfosis única que unas veces nos ha proporcionado dolor pero otras veces dicha.

El pájaro nota que hay congoja en mis palabras. ¿Morirías en mi lugar, si eso fuera posible?, le planteo. ¿Morirías tú en el mío?, susurra con voz exhausta.

Respiramos ambos el instante. Después no habrá nada.


 


7 may 2022

El hombre caído

 


No soy un hombre caído, aunque lo parezca. Soy un hombre que se acuesta sobre la tierra para escuchar su rumor. Pero al extenderme de bruces sobre el suelo, ¿no me derribo un poco a mí mismo? Si uno no sabe desalojar de sí cuantos detritus ha acumulado con tanta ansiedad innecesaria a lo largo de los años, ¿cómo va a saber escuchar al inmenso mundo que sujeta su débil cuerpo?

Sí, soy un hombre que poco a poco aprende a venirse abajo. No se trata de rebajar el espacio de su estructura mental. Es más bien ocuparlo de otro modo. Perder imágenes superfluas no es perder. Es hacer sitio para que alguna clase de pensamientos no dañinos se expandan sin que se vean impedidos por los más agresivos y vacuos. 

¿Qué oyes?, me pregunta el niño que sale de mí. ¿Los animales del sotobosque? ¿El movimiento telúrico? ¿Pasos que se desplazan? ¿Voces que disputan entretenidas? ¿Las corrientes sumergidas? ¿Los traqueteos de lejanos ferrocarriles? ¿El ulular de los cómplices del viento?

Escucho mi tiempo pasado, le respondo. Y me mira con extrañeza y a la vez divertido. 

Escucho el goteo de la lluvia de todas las épocas.

Escucho el torrente que arrastró vidas y fecundó la tierra.

Escucho la formación del limo que permitió dejar huellas. Y sobre las cuales se edificó.

Hay voces silenciadas que la mayoría ignoran. 

El niño dice que me comprende. Cuando eras niño niño, dice, no entendías casi nada. Pero querías poseerlo casi todo, aun siendo nimio y no percibir su dimensión. 

El niño no cesa en sus advertencias. A ti los gritos de los muertos te estremecen. Las súplicas de los que jamás han levantado cabeza te indignan. La sonrisa bufa de quienes creen haber conquistado la tierra y el cielo te revuelven las vísceras.

Ahora bien, dice el niño, si puedo hacer algo por ti, dímelo. Yo nunca me he ido. Estuve alejado pero tú seguiste dándome cobijo. Te estoy agradecido.

Crecí con el rechazo a cuanto ignoraba.

Crecí subestimando los tiempos proscritos.

Crecí borrando huellas que no conseguía del todo eliminar.

Heme aquí, tendido sobre lo seco y sobre lo húmedo. Sobre lo áspero y sobre lo suave. Sobre el clamor y sobre la mudez. Sobre el regocijo y sobre la tristeza. Sobre el conocimiento y sobre la ignorancia.

No he caído. Nada me ha derribado. Bocabajo hablo con las dimensiones menos reconocidas. 

Donde un cuerpo se hace otro cuerpo.

Donde un cuerpo envejecido se presume creciente. 

Donde ese cuerpo creciente no muere.

Pero, ¿acaso un cuerpo que no quiera reconocerse en su deterioro podría ponerse a salvo de otra manera que no fuera sino acostándose con la tierra?


 


4 mar 2022

El ave del paraíso



A veces el hombre en la noche silenciosa no sabe callar. Y en la duermevela, sin que sepa si sueña o si piensa, que es otra forma de soñar, le agita la brusquedad.

Ha escuchado una detonación seca y el aire se ha agitado. Cree estar solo y sabe que el silencio no suena, al menos no con sonidos que no le sean propios.

El hombre no es menos hombre por ser niño. Ni cuando lo era ni cuando ya anciano retorna en busca de lo perdido. ¿Será el golpe metálico que he escuchado como el rumor de una caracola que te lleva al origen?, se pregunta.

Luego retorna el silencio. El espacio en que no existen las preguntas y en el que no se arriesga respuestas.

El hombre en la noche callada sigue caminando entre sombras. No es temor a las antiguas imágenes con que se asustaba a los díscolos. Es la incertidumbre que se enmascara en los recovecos invisibles. Lo invisible no es lo que no se ve, sino lo que no se percibe, piensa. 

Sus pasos seguros, no por viejo sino por cansado, no temen el suelo. Sabe que si se abre un abismo por una pisada fatídica no tendrá tiempo de comprobarlo y eso ya no le inquieta.

De pronto sus pies desnudos han hecho crujir algo que no es hierba ni ramaje. Se ha agachado y tanteando sus manos acarician la suavidad de un plumaje. Recorre el pequeño cuerpo, sitúa la posición de unas patas inertes, acicala la cabeza redondeada del animal. Da forma al pájaro. ¿Habrá caído el ave del paraíso?, duda pletórico en su avance hacia el fin de la noche. 

Es instintivo en el hombre soplar sobre el pájaro caído. Signo de insuflar vida incluso a los muertos. El hombre se siente más vivo si sopla sobre los elementos inmóviles. Lo ha hecho siempre. Soplaba sobre las piedras, sobre las estatuas, sobre las páginas de textos oscuros de los libros, sobre los rostros inexpresivos de otros hombres.  Sobre las ideas que no cuajaban en su mente lenta. Tal vez esta vez resulte y mi caminar hacia lo ineludible se demore, se dice. El ave del paraíso también es de este mundo, pero él quiere que sea un puente imaginario hacia el no retorno.

Por un instante las manos del hombre creen sentir calor del animal. Lo acerca hasta su rostro y en medio de la noche el plumaje se tornasola, las patas pierden rigidez, se yergue altiva la cabeza, el pico se entreabre y todo el cuerpo transmite una leve agitación al hombre de la noche. 

La noche se queda sola y el hombre vuela.