el hombre en la noche

el hombre en la noche

diarios oníricos


El hombre en la noche enciende una luz para sí mismo (Heráclito)



5 feb 2014

la inmersión





En los sueños suelen aparecer desiertos. También ciudades que son un desierto. Ambientes reconocidos que pierden su identidad inicial para adaptar su estructura al soñador. Aquella plaza del sueño, transitada y vocinglera, fue convirtiéndose en un aula extensa y vacía, en una larga sala de hospital desalojada, en una estancia de interrogatorios donde la luz y la sombra jugaban al ajedrez. Difícil trasladar la imagen de esta parte a lo que allí en el sueño me colocaba en medio, solo, a merced de inquisidores sin rostro. Uno de ellos me acusaba, el otro me justificaba. Cada vez que iba a responderlos me interrumpían. Si el que parecía defenderme me tendía una mano, al extenderla yo me la retiraba. Si el detractor me arrinconaba con invectivas incomprensibles y yo trataba de defenderme él alzaba la voz hasta obligarme a enmudecer. Aquel juego que aparentaba ofrecer posiciones opuestas coincidía en imposición. Me arrinconaban, me retraían. Miraba la luz y ésta no me ofrecía salida. Corría hacia la oscuridad y chocaba contra muros invisibles. Mientras yo, inútil y desprovisto de defensas, no dejaba de moverme tratando de sustraerme a aquellos compinches que me acosaban inmisericordes, nuevas voces venían a compasar tanto discurso desordenado. Tal vez la confusión me protegía del pavor. De pronto fue cesando la palabrería altisonante. Primero fue ocasional, luego alternante. Se sucedió un rumor ligero, como si los energúmenos se fueran alejando. El paisaje mudó. Me encontré en el fondo de un valle, caminando por el agua de un arroyo poco profundo. Las laderas se volvían más escarpadas y se elevaban a medida que yo avanzaba. Luego sentí que el agua me iba cubriendo. Me sobrecogí por la frialdad que impregnaba mis genitales, mi abdomen, la boca del estómago. No hice nada por defenderme y pensé: me salvo. Cuando me sumergí del todo vino una niña hacia mí y me ofreció una piedra de colores brillantes. La he cogido del fondo para ti, me dijo. Es igual que la que guardo yo desde mi niñez, le dije. Pero ella había desaparecido. Jugué con la piedra y advertí en ella figuras de caballos azules. Sus ojos eran vivos.