Dicen que era el rostro de la oscura noche de los tiempos. Me lo contaba mi abuela, que apenas sabía hablar con corrección en mi lengua. Pero sus gesticulaciones y tonos describían mejor aquel rostro. Ella decía que lo había visto. Aunque dicen que cosa del pasado es -y bajaba la voz- la noche no se va del todo, nunca se va, no, chapurreaba como podía para que yo la entendiera. Los hombres acostumbrados están al mal -me decía- y las costumbres son como costras, y bajo las costras, sabes, las heridas que no cicatrizan, y que otros hurgan. Yo era ingenuo entonces y pensaba que ella como vieja estaba confundida. Pero, abuela, eso fue antes, hace mucho, cuando había guerras, ahora es otra cosa. Y además comemos y vamos elegantes, le apostillaba yo. Enterrar he visto a tantos con su traje de domingos, me respondía. Entonces yo la picaba: Pero ¿tiene rostro esa oscura noche de la que habláis siempre los viejos, abuela? Y qué no va a tener, decía, el peor de todos los rostros. ¿Cuál es el peor?, insistía yo, fascinado. El peor ha de ser siempre el que no se ve, porque le faltan ojos y no te quita de mirarte, no tiene boca y quiere devorarte, no tiene color y arde que te quema. Yo la escuchaba con cierto sobrecogimiento y casi me arrepentía de haberle sacado el tema. No, abuela, no pienses en ello, eso es lejano, no volverá. Ahora les toca a otros. Mi abuela y su tesón: Si a otros la noche negra cae también nos cae a nosotros. ¿Cuándo has visto tú que la noche se parta según para quién? Y extendía la mano dibujando el cielo, para que yo lo comprobara. Justo en la hora oscura en que las estrellas habían decidido estar ausentes.