Los sueños son viajes, ya de por sí. A veces también sueñas que viajas. A veces despliegas mapas. Aquellas cartas extendidas sobre una mesa tenían ríos y carreteras y ferrocarriles. Y marcas extrañas y espacios indefinidos. Pero su planitud se convertía en relieve y entre la orografía que salpicaba todo y mezclaba desiertos con océanos y cordilleras con megalópolis aparecían manos. Improntas granates, como si estuvieran hechas con sangre seca de animales. Marcas que dibujaban los dedos abiertos buscando ser estrechados. Pero las manos se movían y se desplazaban sobre el planisferio aquel y lo sobrevolaban. Tú dijiste: son pesadas como moscas. Pero las manos eran poderosas, y sobre todo buscaban donde posarse. ¿Hay mayor fuerza que la que empuja a hallar un lugar de reposo? Cuanto más crecía el mapa más aumentaba el número de manos. Tú dijiste: son las de nuestros antepasados. Yo dije: son manos que están vivas pero que no nos alcanzan. De pronto di un manotazo sobre el relieve del mapa y temí achatarlo. Al levantar mi palma vi que estaba roja y que había partículas de tierra en ella y que en el mapa había quedado un agujero en forma de mano. Al verme asustado tú reaccionaste. No te preocupes, dijiste, lo cubro. Fue milagroso. Poner tu palma y devolver al paisaje su origen fue reflejo. Pero yo me sentía culpable de haber matado algo de mundo, y así te lo hice saber. Debiste ver en mi rostro alguna clase de espanto y procuraste mi calma. Trae tu mano. La enlazaste y contuviste mi sangre.